Había un predicador que, cada vez que se ponía a rezar no dejaba de elogiar a los bandidos y desearles toda la felicidad posible. Elevaba las manos al cielo diciendo: “¡Oh, Señor: ofrece tu misericordia a los calumniadores, a los rebeldes, a los corazones endurecidos, a los que se burlan de la gente de bien y a los idólatras!”

Así terminaba su arenga, sin desear el menor bien a los hombres justos y puros. Un día, sus oyentes le dijeron:

“No es costumbre rezar así! Todos estos buenos deseos dirigidos a los malvados no serán escuchados.”

Pero él replicó:

“Yo debo mucho a esa gente de la que habláis y por esa razón ruego por ellos. Me han torturado tanto y me han causado tanto daño que me han guiado hacia el bien. Cada vez que me he sentido atraído por las cosas de este mundo, me han maltratado. Y todos esos malos tratos son la causa por la que me he vuelto hacia la fe.”

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