Estaba el Libertador
Simón Bolívar, en medio
de grande desolación.
Muy dura convalecencia
de fiebre y de corazón
adelgaza sus perfiles
de águila y de león.
Año de mil ochocientos
veinticuatro en el Perú.
Tierra de oro de los incas
le pidió a cambiar en luz
toda la sombra española
que crecía en el Perú.
Malos acontecimientos
las banderas colombianas
tienen en un rincón
y sin aire de batalla.
El enemigo tenía
mucha tropa y abundancia
de parque y caballería
con gente tan adiestrada,
que si Napoleón volviese
a España, moría en España.
Las tropas libertadoras
además de ser escasas
rotas llegaron, pues ellas
desde la noble Caracas
vienen y de Bogotá,
las dos sobre la montaña.
Poco armamento tenía
la gente libertadora.
Tierras son desconocidas,
tierras del Perú sonoras.
Triste de mucha tristeza
tiene la cara Bolívar
en su cuartel general
del pueblo de Pativilca.
Supiera un su amigo fiel
sus malestares del alma,
y arma viaje para verlo
pues como pocos le amaba.
Señor don Joaquín Mosquera
de cierta villa, llegaba.
Apeóse de su muía
y al Libertador buscara.
Vieja silla de baqueta
en la pared reclinada
de una miserable casa;
sobre de ella el cuerpo triste
de Bolívar descansaba.
Abrazóle don Joaquín
con muy corteses palabras.
El héroe del Nuevo Mundo
apenas si contestaba.
Luego que el señor Mosquera
las penas enumerara,
le preguntó a don Simón:
“Y ahora, ¿qué va usté a hacer?”
“¡Triunfar!” El Libertador
respondió con loca fe.
Y ñie sólido silencio
de admiración y de espanto
lo que siguió. Las montañas,
cedían en el ocaso.
Los grillos sobre la sombra
filo hacían, fino y largo.
Meses después, el ejército
de España fue derrotado.

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