A los veinte años, Kitan Gempo, recorría el país buscando su vía espiritual. Por el camino se cruzó con un viajero que fumaba tabaco. Le imitó, se compró una pipa y aprecio ese nuevo placer. Pero en cuanto tomó conciencia de su apego arrojó la pipa y dejó de fumar. Libre de toda atadura, encontró en su camino a un adivino que le enseñó el arte de leer las estrellas. Gempo, que era un alumno excepcional, pronto igualó a su maestro. Cuando comprendió que amaba aquellos nuevos poderes, rechazó aquella ciencia y nunca más quiso oír hablar de ella. A la edad de veintiocho años se hizo monje y se inició con ardor en el pensamiento zen. El superior del monasterio, que admiraba su piedad y sus dones excepcionales y estaba pensando en retirarse, le propuso que le sustituyera. Gempo huyó sin volver la cabeza: había estado a punto de apegarse. Sobresalió sucesivamente en la caligrafía, la pintura y la poesía, y también en la danza, el teatro, la arquitectura y el arte del sable. Abandonó estas disciplinas en cuanto conoció el éxito, por miedo de apegarse a ellas.

En su vejez, fatigado, aceptó por cansancio que le nombrasen superior de uno de los más famosos monasterios zen. Pero cuando murió, a la edad de ochenta y dos años, consiguió murmurar con su último aliento:

– ¡Dejo la vida de buen grado, no estaba apegado a ella!

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