La primera cosa que se nos ocurre hacer con alguien que queremos es cuidarlo, ocuparnos de él, escucharlo, procurarle las cosas que le gustan, ocuparnos de que disfrute de la vida y regalarle lo que más quiere en el mundo, llevarle a los lugares que más le agradan, facilitarle las cosas que le dan trabajo, ofrecerle comodidad y comprensión. Cuando el otro nos quiere hace exactamente lo mismo.
Ahora me pregunto:
¿Porqué no hacer estas cosas con nosotros mismos?
Sería bueno que yo me cuidara, que me escuchara a mi mismo, que me ocupara de darme algunos gustos, de hacerme las cosas más fáciles, de regalarme las cosas que me gustan, de buscar comodidad en los lugares donde estoy, de escucharme y comprenderme. De tratarme como trato a los que más quiero.
Pero, claro, si mi manera de demostrar mi amor es quedarme a merced del otro, compartir las peores cosas juntos y ofrecerle mi vida en sacrificio, seguramente, mi manera de relacionarme conmigo será complicarme la vida desde que me levanto hasta que me acuesto.
El mundo actual golpea a la puerta para avisarnos que este modelo que cargaba mi abuela (la vida es nacer, sufrir y morir) no solo es mentira, sino que además está malintencionado (les hace el juego a unos comerciantes de almas).
Si hay alguien que debería estar conmigo todo el tiempo, soy yo.Y para poder estar conmigo debo empezar por aceptarme tal como soy. Debo replantear posturas.Porque frente a alguna característica de mí que no me guste hay siempre dos caminos para resolver el problema.
El primero que es el clásico: intentar cambiar.
El segundo es tratar de no detestar esa característica, y permitir que, por sí misma esa condición se modifique.
Para cambiar algo el camino realmente comienza cuando dejo de oponerme.
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