El joven dijo al abad del monasterio:
-Me gustaría mucho ser un monje, pero no he aprendido nada importante en la vida. Lo único que me enseñó mi padre fue a jugar al ajedrez, que no sirve para la iluminación. Además, aprendí que cualquier juego es un pecado.
-Puede ser un pecado, pero también puede ser una diversión, y quien sabe si este monasterio no está necesitando un poco de ambos – fue la respuesta.
El abad pidió el tablero de ajedrez, llamó a un monje y le ordenó jugar con el muchacho. Pero antes de comenzar la partida dijo:
-Aun cuando necesitemos diversión, no podemos permitir que todo el mundo se pase jugando al ajedrez. Entonces, solamente conservaremos aquí al mejor de los dos jugadores; si nuestro monje pierde, saldrá del monasterio y dejará la plaza para ti. El abad hablaba en serio. El joven comprendió que jugaría por su vida y le vino un sudor frío; el tablero se convirtió en el centro del mundo.El monje comenzó a perder. El muchacho atacó, pero entonces vio la mirada de santidad del otro, y a partir de ese momento comenzó a jugar mal a propósito. Al fin y al cabo prefería perder porque el monje podía ser útil al mundo. De repente, el abad tiró el tablero al suelo. -Tú aprendiste mucho más de lo que te enseñaron –dijo-. Te has concentrado lo suficiente para vencer, fuiste capaz de luchar por lo que deseabas. Después, tuviste compasión y disposición para sacrificarte en nombre de una noble causa. Sé bienvenido al monasterio, porque sabes equilibrar la disciplina con la misericordia.
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