Una noche le fue ordenado en sueños al rabino Isaac que acudiera a la lejana Praga y que, una vez allí, desenterrara un tesoro escondido debajo de un puente que conducía al palacio real. Isaac no se tomó el sueño en serio, pero, al repetirse cuatro o cinco veces, acabó por decidirse a ir en busca del tesoro.
Cuando llegó al puente, descubrió consternado que estaba fuertemente vigilado por los soldados. Todo lo que podía hacer era contemplar el puente a una cierta distancia. Pero, como acudía allí todas las mañanas, un día el capitán de la guardia se le acercó para averiguar el motivo. El rabino Isaac, a pesar de lo violento que le resultaba confiar su sueño a otra persona, le dijo toda la verdad al capitán, porque le agradó el buen carácter de aquel cristiano. El capitán soltó una enorme carcajada y le dijo:
-¡Cielos! ¿Es usted un rabino y se toma los sueños tan en serio? ¿Si yo fuera tan estúpido como para hacer caso a mis sueños, ahora estaría dando vueltas por Polonia! Le contaré un sueño que tuve hace varias noches y que se ha repetido unas cuantas veces. Una voz me dijo que fuera a Cracovia y buscara un tesoro en el rincón de la cocina de un tal Isaac, hijo de Ezequiel. ¿No cree usted que sería la mayor estupidez del mundo buscar en Cracovia a un hombre llamado Isaac y a otro llamado Ezequiel, cuando, probablemente, la mitad de la población masculina de Cracovia responde al nombre de Isaac y la otra mitad al de Ezequiel?
El rabino estaba atónito. Le dio las gracias por su consejo al capitán, regresó apresuradamente a su casa, cavó en el rincón de su cocina y encontró un tesoro tan abundante que le permitió vivir espléndidamente durante el resto de sus días.
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