Érase una vez un científico que descubrió el arte de reproducirse a sí mismo tan perfectamente que resultaba imposible distinguir el original de la reproducción.
Un día se enteró de que andaba buscándole el Ángel de la Muerte, y entonces hizo doce copias de sí mismo.
El Ángel no sabía cómo averiguar cuál de los trece ejemplares que tenía ante sí era el científico, de modo que los dejó a todos en paz.
Pero no por mucho tiempo, porque como era un experto en la naturaleza humana se le ocurrió una ingeniosa estratagema. Regresó de nuevo y dijo:
-Debe de ser usted un genio, señor, para haber logrado tan perfectas reproducciones de sí mismo, sin embargo, he descubierto que su obra tiene un defecto, un único y minúsculo defecto.
El científico pegó un salto y gritó:
-¡Imposible! ¿Dónde está el defecto?
-Justamente aquí -respondió el ángel mientras tomaba al científico de entre sus reproducciones y se lo llevaba consigo.
Todo lo que hace falta para descubrir al ‘ego’ es una palabra de adulación o de crítica.
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