El maestro Sukehito de encargaba de la enseñanza de los novicios. Desempeñaba su tarea con celo y a menudo, para meter un poco de seriedad en aquellas cabezas despreocupadas, les hablaba así:

Nada dura,

todo pasa y muere,

todo desaparece un día en el vacío infinito…

Pues bien, Sukehito poseía una taza de té, muy valiosa y muy antigua, que le venía de su familia y por la que su corazón sentía un gran afecto. Ikkyu, joven novicio de trece años, barriendo una mañana la celda de su maestro, rompió por inadvertencia la taza de té. Después de tomar conciencia del horror de su crimen, reflexionó durante todo el día y por la noche, después del zazen, fue a ver a Sukehito.

– Maestro –dijo con solemnidad-, quisiera haceros una pregunta que me atormenta.

– Habla Ikkyu, te escucho –dijo el maestro con bondad.

– Maestro, ¿Por qué todos debemos morir?

– Ikkyu –respondió Sukehito con paciencia-, ¿no me has oído repetir cien veces: “nada dura, todo desaparece un día, todo pasa y muere…”?

– Si maestro –dijo Ikkyu sacando con un gesto vivo los trozos de la taza de té de su bolsillo-, es precisamente lo que le ha ocurrido a vuestra taza de té.

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