Érase una vez un maestro zen al que su discípulo veneraba. Le seguía como si fuera su sombra, le aprobaba en todo, imitaba sus menores gestos y, sin él, casi ni se atrevía a respirar.

– Toshi –decía el maestro-, un día tendrás que dejarme, sacudirte el polvo de tus sandalias en mi puerta e irte por los caminos. Sólo hay un despertar personal. El zen es libertad.

Pero no había nada que hacer. El discípulo permanecía pegado a los pasos de su maestro, espiaba sus sonrisas y siempre le servía. Entonces, un día, el maestro le hizo venir para tener una conversación particular, y le dijo así:

– Toshi, es hora de que te confíe un secreto. Mira, no soy yo a quien hay que venerar, sino a mi bastón. Te habrás fijado en que durante mis paseos él siempre me precede. Él camina delante y yo le sigo dócilmente. Es mi bastón el que conoce el camino y me lo indica. En cuanto a mí, me esfuerzo en obedecerle y en parecerme a él.

A partir de aquel día, la actitud del discípulo cambió. Miraba el bastón de su maestro con un nuevo interés. Se procuró uno parecido. Al terminar el año anuncio su partida y pronto se marchó solo por los caminos…

Este relato malicioso nos hace recordar una verdad: “el zen esta justo delante de cada uno”. Si bien es necesario tener un maestro, un día hay que dejarlo. Solo hay una vía personal. “Os enseño la libertad” dice el zen.

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