Danza sobre las olas, vuelo flotante,
ductilidad, perfección, acorde absoluto
con el ritmo de las mareas,
la insondable música
que nace allá en el fondo y es retenida
en el santuario de las caracolas.

La medusa no oculta nada,
más bien despliega
su dicha de estar viva por un instante.
Parece la disponible, la acogedora
que sólo busca la fecundación,
no el placer ni el famoso amor,
para sentir: ­Ya cumplí,
ya ha pasado todo.
Puedo morir tranquila en la arena
donde me arrojarán las olas que no perdonan.

Medusa, flor del mar. La comparan
con la que petrifica a quien se atreve a mirarla.
Medusa blanca como la X’Tabay de los mayas
y la Desconocida que sale al paso y acecha
desde el Eclesiastés al pobre deseo.

Flores del mar y el mal las Medusas.
Cuando eres niño te advierten:
Limítate a contemplarlas.
Si las tocas, las espectrales
te dejarán su quemadura,
la marca a fuego, el estigma
de quien codicia lo prohibido.

Quizá dijiste en silencio:
Pretendo asir la marea,
acariciar lo imposible.

Nunca lo harás: las medusas
no son de nadie celestial o terrestre.
Son de la mar que no es ni mujer ni prójimo.

Son peces de la nada, plantas del viento,
quizá espejismos,
gasas de espuma ponzoñosa

En Veracruz las llaman aguas malas.

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