Érase una vez un comerciante que compró un par de zapatos. Los llevó hasta que estuvieron gastados del todo y entonces como eran cómodos hizo que los remendaran y los siguió llevándo hasta que incluso los remiendos se convirtieron en tiras. Luego puso remiendos sobre los remiendos y aunque algunos aplaudieron su economía y ahorro, los zapatos eran pesados y desagradables a la vista y arrastraban gran cantidad de polvo por la calle. Cuando la gente protestaba el comerciante siempre respondía: -Si no hubiera polvo en las calles, los zapatos no lo levantarían, así que dirigíos a la municipalidad y protestad allí. Los zapatos hacían mucho ruido cuando el comerciante avanzaba pesadamente por la calle, pero la mayoría de la gente se había acostumbrado y los que no, acabaron por acostumbrarse. Así que, con suficiente gente dispuesta a aplaudir su cautela con su dinero y otra mucha gente dispuesta a acostumbrarse a su fastidiosa valía, lo que lo restantes pensasen carecía de importancia. Se entendió que los zapatos del comerciante deberían de ser como eran. Esto era tan aceptado por todos, empezando por el propio comerciante, que algo insólito debería de pasar para que la gente comenzase a pensar de modo diferente respecto del asunto. Y con toda seguridad un día comenzó a ocurrir. El comerciante había comprado una partida de cristalería de gran valor y a muy buen precio y esperaba revenderla y obtener un gran beneficio. Para celebrarlo, decidió acudir a los baños turcos y disfrutar de un espléndido remojón y un baño de vapor. Mientras estaba en el baño comenzó a cavilar si no debería de comprar un nuevo par de zapatos con los beneficios de la cristalería; pero se quitó la idea de la mente diciéndose a sí mismo que aún servirán por un tiempo. Pero la idea permaneció en su mente y parece que de alguna forma afectó su pensamiento, a los zapatos e incluso a la cristalería y a otras mucha cosas. Lo primero que ocurrió fue que al abandonar la casa de baños, puso automáticamente sus pies en un par de babuchas de mucho valor y echó a andar con ellas. Había salido por la puerta equivocada y las babuchas que allí encontró, en la posición correspondiente a su propio calzado horroroso, pertenecían al juez principal de la ciudad. Cuando el juez salió de los baños, echó en falta sus babuchas y sólo pudo encontrar los horribles zapatos del comerciante, los cuales se vio obligado a calzar hasta su casa. Por su puesto como todos los demás identificó los monstruosos zapatos. Al momento el juez hizo comparecer al comerciante ante su juzgado y se le impuso una fuerte multa por robo. Indignado el comerciante se dispuso a tirar sus zapatos por la ventana de su casa que daban a un río. Pensó que así se libraría de aquellos instrumentos de pérdida y escaparía a su influencia. Pero el poder de los zapatos todavía no se había extinguido. Poco después un pescador extrajo los zapatos con sus redes. Tan fuertes eran los clavos con los que habían sido claveteados en el curso de tantos remiendos, que desgarraron las redes del pescador. Furioso con el comerciante, pues como todos los demás reconocía la procedencia de los zapatos, el pescador se dirigió a la casa del propietario de los zapatos y los arrojó a través de la ventana. Cayeron sobre la valiosa cristalería del comerciante y la destrozó por completo. Al ver esto el comerciante casi explotó de rabia. Se dirigió al jardín y cavó un agujero para enterrarlos. Pero los vecinos poco acostumbrados a verle trabajar, informaron al gobernador de que el comerciante parecía estar buscando un tesoro que después de todo pertenecía por ley al Estado. El gobernador convencido de obtener sustanciosas ganancias en aquel asunto se endeudó comprando a crédito unas maravillosas piezas de porcelana que siempre había deseado. Llamó luego al comerciante y le pidió que entregase todo el oro enterrado. El comerciante explicó que tan solo intentaba desembarazarse de sus malditos zapatos; el gobernador ordenó que se excavase completamente el jardín y luego impuso una fuerte multa al comerciante que cubría sus molestias, su porcelana y el coste de la excavación, además de una tasa por hacer que los funcionarios malgastasen su tiempo. El comerciante llevó entonces sus zapatos lejos de la ciudad y los arrojó a un canal. Al poco tiempo, arrastrados por el agua hacia las acequias de riego, bloquearon un conducto y privaron de agua al jardín del Rey. Todas las flores murieron. El comerciante fue llamados tan pronto como los jardineros encontraron e identificaron los zapatos y de nuevo fue penalizado con una fuerte multa. El comerciante desesperado, cortó las zapatillas por la mitad y enterró un trozo en cada uno de los cuatro vertederos que rodeaban la ciudad. Y así fue como cuatro perros, escarbando entre las basuras, cada uno encontró medio zapato, y cada de uno de ellos lo llevó de vuelta a la casa del comerciante, ladrando y gruñendo para que se le recompensase, hasta el punto que la gente no podía ni dormir, ni ir tranquila por la calle debido a la agresividad y pegajosa presencia de los perros. Cuando el comerciante consiguió acallarlos, se dirigió a la corte judicial. Honorable juez, dijo: -Deseo renunciar formalmente a estos zapatos pero ellos no me abandonan. Por lo tanto, por favor redacte un papel, un do*****ento legal, que atestigüe que cualquier cosa hecha por, con, o mediante estos zapatos, de aquí en adelante no tendrán relación conmigo. El juez reflexionó acerca del asunto y finalmente se pronunció: -No puedo encontrar en mis libros ningún precedente para la suposición de que los zapatos sean personas, en ningún sentido de la palabra, capaces de que se le permita hacer o prohibir algo, no puedo acceder a su petición. De modo sorprendente, tan pronto como el comerciante se compró un nuevo par de zapatos, pues había permanecido descalzo, ninguna otra adversidad le volvió a ocurrir.

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