Un rey musulmán se enamoró locamente de una joven esclava y ordenó que la trasladaran a palacio. Había proyectado desposarla y hacerla su mujer favorita. Pero, de un modo misterioso, la joven cayó gravemente enferma el mismo día en que puso sus pies en el palacio.
Su estado fue empeorando progresivamente. Se le aplicaron todos los remedios conocidos, pero sin ningún éxito. Y la pobre muchacha se debatía ahora entre la vida y la muerte.
Desesperado, el rey ofreció la mitad de su reino a quien fuera capaz de curarla. Pero nadie intentaba curar una enfermedad a la que no habían encontrado remedio los mejores médicos del reino.

Por fin se presentó un ‘hakim’ que pidió le dejaran ver a la joven a. solas. Después de hablar con ella durante una hora, se presentó ante el rey que aguardaba ansioso su dictamen. «Majestad», dijo el ‘hakim’, «la verdad es que tengo un remedio infalible para la muchacha. Y tan seguro estoy de su eficacia que, si no tuviera éxito, estaría dispuesto a ser decapitado. Ahora bien, el remedio que propongo se ha de ver que es sumamente doloroso…, pero no para la muchacha, sino para vos, Majestad».
«Di qué remedio es ése», gritó el rey, «y le será aplicado, cueste lo que cueste». El ‘hakim’ miró compasivamente al rey y le dijo: «La muchacha está enamorada de uno de vuestros criados. Dadle vuestro permiso para casarse con él y sanará inmediatamente».
¡Pobre rey…! Deseaba demasiado a la muchacha para dejarla marchar. Pero la amaba demasiado para dejarla morir.

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