El hombre entra en la zapatería, un vendedor amable se le acerca:

—¿En qué lo puedo servir, señor?

—Quisiera un par de zapatos negros como los de la vidriera.

—Cómo no, señor. A ver, a ver… el número que busca…

debe ser… 41, ¿verdad?

—No, quiero un 39, por favor.

—Disculpe, señor, hace veinte años que trabajo en esto y el número suyo debe ser 41, quizás 40, pero… ¿39?

—39 por favor.

—Disculpe, ¿me permite que le mida el pie?

—Mida lo que quiera, pero yo quiero un par de zapatos 39..El vendedor saca de un cajón ese extraño aparato que usan los vendedores de zapatos para medir pies y con satisfacción, proclama:

—¿Vio? Como yo decía: ¡41!

—Dígame ¿quién va a pagar los zapatos usted o yo?

—Usted.

—Bien, entonces ¿me trae un 39?

El vendedor, entre resignado y sorprendido, va a buscar el par de zapatos número 39. En el camino se da cuenta de lo que pasa: los zapatos no son para él, seguramente son para hacer un regalo.

—Señor, aquí los tiene: 39 negros.

—¿Me da un calzador?

—¿Se los va a poner?

—Sí. Claro.

—Son… ¿para usted?

—¡Sí! ¿Me trae el calzador?

El calzador era imprescindible para conseguir hacer entrar ESE pie en ESE zapato. Después de varios intentos y de ridículas posiciones, el cliente consigue meter todo el pie dentro del zapato. Entre ayes y gruñidos camina algunos pasos, con dificultad, sobre la alfombra.

—Está bien. Los llevo.

El vendedor siente dolor en sus propios pies de sólo imaginar los dedos aplastados dentro del 39.

—¿Se los envuelvo?

—No, gracias. Los llevo puestos.

El cliente sale del negocio y camina, como puede, las tres cuadras que lo separan de su trabajo.

El hombre trabaja de cajero (¡!) en un banco. A las cuatro de la tarde, después de haber pasado más de seis horas parado dentro de esos zapatos, su cara está desencajada, tiene las conjuntivas inyectadas y lágrimas caen copiosamente de sus ojos.

Su compañero, de la caja de al lado, lo ha estado mirando toda la tarde y está preocupado por él:

—¿Qué te pasa? ¿Te sientes mal?

—No. Son los zapatos..—¿Qué pasa con los zapatos?

—Me aprietan.

—¿Qué pasó? ¿Se mojaron?

—No, son dos números más chicos que mi pie…

—¿De quién son?

—Míos.

—No entiendo. ¿No te duelen los pies?

—Me matan, los pies.

—¿Y entonces?

—Te explico –dice, tragando saliva—. Yo no vivo una vida de grandes satisfacciones, en realidad, en los últimos tiempos tengo muy pocos momentos agradables.

—¿Y?

—Yo me mato con estos zapatos. Sufro como un hijo de puta, es verdad… Pero dentro de unas horas, cuando llegue a mi casa y me los saque… ¿Te imaginas el placer?… Qué placer, loco… ¡Qué placer!

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